miércoles, 22 de julio de 2015

Capítulo uno.



Estúpido accidente. Sólo me has traído problemas. Con lo que aborrezco los problemas. Si siempre he querido pasar desapercibido en el mundo y sí, aunque mi padre lo complique un poco, al menos en la escuela lo había logrado. Pero no, tengo que ser tan torpe que he tenido que chocar. Si ya me lo decía mi madre:
—Octavio, por favor, no intentes caminar y masticar chicle al mismo tiempo.
Vale, que cuando lo ha dicho lo dijo de broma, pero seguro que entre broma y broma la verdad se asoma. Y sí, se ha salido, y resulta que no puedo manejar y contestar el iPhone al mismo tiempo. Y me he ido a estampar con un poste y me han tenido que llevar al hospital y hacerme toda una revisión. Si solo me he pegado en la cabeza y ya está. Pero eso fue lo que les preocupó: que me pegara en la cabeza. Tuvo que venir el doctor a decirles que nada, que todo bien para que se tranquilizaran un poco porque andaban vueltas locas mi madre y mi hermana.
En fin, como sea ya estoy en la escuela. Y gracias al estúpido incidente, he tenido que tomar unas clases en el estúpido club de los raros. Que mi madre me lo ha impuesto, porque por otro lado yo no lo habría elegido ni muerto. Sí, puede ser que la mejor definición para mí sea raro; pero de eso, a formar parte de un club, jamás. Y mamá ha dicho:
—O vas a ese club y hablas con el orientador, o te quito el carro. Estoy cansada de que te portes como un niño desde los quince, Octavio. Ya va siendo tiempo de que madures, cariño. Así que tú decides.
Ni tú decides, ni leches. Porque como no he querido que me quiten el carro porque me hace cool y además después de la reparación ha quedado chulo, aquí estoy, en el club de los raros.
Estoy que saco humo por la cabeza. No me puedo creer que estoy aquí. El cuello me da comezón y el estorboso collarín que llevo, no me deja rascar a gusto. Ni modo, me tengo que aguantar. Porque seguro que mi madre se ha instalado cámaras para asegurarse de que vine, y si me pilla moviendo la cabeza de un lado a otro me regresa al doctor. Y al doctor no regreso ni muerto. Que lo sepa.
Mejor saco el iPhone, que gracias a Dios no le ha pasado nada, y me reviso Instagram primero. Le pico al me gusta en un par de fotos y cuando menos me doy cuenta ya han entrado los demás. Nada más basta verlos para saber que mi vida tiene que terminar aquí.
No me lo creo.
Pero es que de verdad, no me lo creo. Que ya sabía que los chicos de la universidad le han puesto el club de los raros a este grupo de ayuda, pero que sí son raros. Todos han entrado y no se han saludado ni entre ellos, e imagino que llevarán conociéndose más de tres meses y así no abren la boca para nada.
Qué raro.
Aunque, si hay que sacar algo bueno de todo esto, es que no somos muchos. Veo a los que están: hay una chica con el pelo de color de zanahoria que llevo conociéndola desde primaria y es muda porque quiere serlo, aunque siempre va con un libro en la mano; está Rosy, la putilla —apodo que, por cierto, no le he puesto yo, sino la Facultad, que porque ya está más repasada que el himno nacional—, ella tampoco me habla, pero nada más me ve, me sonríe y me guiña el ojo. Si será putilla…
También está otra chica que he visto un par de veces entre las porristas, y Oscar, el llorón. Ese chico llora por todo. Pero de verdad, cuando digo que es por todo, es que es por todo. Un maestro no le puede decir que ha hecho la tarea mal, porque llora; para puntos finos: no le puedes decir que no llore, porque llora. Supongo que él sí tiene problemas, aunque me pregunto qué harán los demás aquí.
Y hay uno más. Es uno guaperas. No le conozco de nada, pero Sandy y yo lo hemos visto en algunas ocasiones por el campus. Tiene un cuerpazo de envidia y su cara no deja nada que desear. Si es que las chicas babean por él, pero eso no parece importarle. Vamos, que de alguna forma sí le gusta tener la atención encima, pero de eso a que se porte como todo un Don Juan hay mucha distancia. O al menos eso hemos querido creer Sandy y yo.
El guaperas no se fija en nadie, pero Rosy parece muy emocionada con él. Tanto que al final decide acercarse y saludarlo con un beso en la mejilla. Después de eso, el guaperas sonríe y se ponen a platicar.
Vaya par de idiotas.
Vuelvo a mi móvil, solo que ahora mejor pierdo tiempo en Facebook donde reviso algunas noticas de mis amigos y familiares. Veo una foto de Mia con bolsas de compras y pongo los ojos en blanco. ¡Para mi hermana todo se reduce a las compras! Sin embargo tengo que admitir que se ve muy guapa y le doy al me gusta.
Apenas me da tiempo de eso y entra el Orientador. No me sé su nombre, a pesar de conocerle desde que entré a la Facultad, lo que tiene más o menos nueve meses, pero no me siento mal por eso. Nada más me ve, abre los ojos como platos, y extiende los brazos.
—Miren nada más a quién tenemos aquí —dice al acercarse a mí, como si se tratara de una celebridad y lo único que puedo hacer el sonreír y maldecirlo por dentro—. Octavio Liceaga. ¿Cómo sigues?
—Ya mejor, gracias —respondo con tono tímido y llevo la vista a mis pies—. Y gracias también por la presentación.
—No tenía idea de que te veríamos aquí —me interrumpe—. Aunque siempre es bueno tener más integrantes.
Levanto una ceja. Sí, tener más integrantes en el club de los raros te hace más especial, pienso con sarcasmo.
—Chicos —dice el Orientador al dirigirse a los demás—. Por favor quiero que integren a Octavio con ustedes lo más rápido posible, porque estamos a tres meses de concluir el curso y quiero que todos seamos buenos amigos.
Intento no reírme, aunque me parece bastante cómico que pida algo semejante cuando se nota a leguas que su club podrá ser todo, menos unido. Que hasta Rosy resopla.
—Claro que somos muy unidos, profe —dice no sin cierto sarcasmo.
El maestro no le hace caso y se acomoda en el que será su lugar habitual.
— ¿Podrían, por favor, ponerse en un círculo para realizar la sesión de hoy? Estoy seguro de que les encantará —anuncia con tanto entusiasmo que por un momento me entran ganas de participar.
Todos obedecen en silencio. Es más bien como ver a cinco perritos entrenados que obedecen a su entrenador y yo soy un cachorro nuevo que hace lo que los demás hacen.
Pero nadie queda demasiado cerca. Hay entre cada uno de nosotros, por lo menos, dos butacas de distancia y cada quien sigue en lo suyo sin prestar atención al Orientador —quien, a pesar de eso, no parece disgustado—. Rosy, la putilla, se ha acomodado lo más cerca que pudo del guaperas, pero cuidando no quedar a un lado del profesor ni de nadie más.
Está embelesada con él, y él parece ignorarla por completo, aunque le guiña el ojo.
Vuelvo a poner los ojos en blanco y en cuanto el Orientado empieza a decir de qué trata la sesión yo desconecto por completo. Me olvido de que estoy ahí y trato de relajarme dentro de lo que el collarín me lo permite…

—Y tú, Octavio ¿qué opinas? —me pregunta el Orientador cuando han pasado por lo menos dos años.
Me quedo congelado. No sé de qué han estado hablando y ahora parece que todos han centrado su atención en mí.
Dios, por favor, sácame de aquí y regrésame a mi casa.
— ¿De qué? —pregunto inocente.
—Del trabajo —me dice tan campante—. ¿No tendrías ningún problema en realizarlo?
—Para nada —respondo automáticamente y Rosy suelta una risita tonta.
El Orientador se fija en Oscar y gracias al cielo centran su atención en él. Aunque la chica con el cabello de zanahoria me mira, sonríe y tímidamente me pasa un papelito por debajo de la mesa.
No sabes de qué estábamos hablando, ¿verdad?
Sonrío. Levanto la cara para verle a los ojos y niego con la cabeza. Ella, sin hablar, me pide que le regrese el papel. Dados unos segundos, me lo envía de vuelta.
Después te explico. Pero no es nada importante. Con Hernán, el orientador, nunca nada es importante ja, ja, ja, ja.
Vuelvo a sonreír cuando termino de leer el papelito. Miro a la chica con el pelo color zanahoria y le guiño el ojo. Después de todo no es tan callada como pensábamos. Quizá solo su forma de comunicarse es un poco diferente.
Levanto la vista de vuelta a la sesión. Reparo en que el guaperas me está observando. Tiene un gesto divertido. Aunque yo me siento nervioso sin razón aparente y me pregunto si llevará rato mirándome así o ha empezado a hacerlo hace poco.
Como sea, desvío la mirada y me fijo en Oscar, quien parece estar muy dispuesto a echarse a llorar. Me pregunto qué tipo de problemas tendrá. Y digo tipo porque es obvio que todos experimentamos algún tipo de problemas o de otra manera no estaríamos aquí. Pero él siempre parece estar al borde de las lágrimas y me entra curiosidad por saber a qué se debe eso.
En fin, no es mi problema, ¿cierto?
En la porrista me detengo solo un poco, porque se está revisando las uñas con tanta paciencia que da flojera. Y Rosy… mejor no reparar en Rosy.
Vuelvo a fijarme en el guaperas.
Es como si él no desviara su mirada de mí ni por un segundo. Luce como congelado. Y congelado en . Pero qué cosa más rara. Quizá sea porque tengo algo en la cara y no me quiere decir nada para no sonar grosero, pero la chica del cabello de zanahoria me lo habría dicho en el papelito. Aun así me llevo la mano derecha a la cara y me rasco la nariz y me tallo un poco la frente pero todo parece estar en su lugar.
Quizá se fije en mi cabello desarreglado. O quizá ni siquiera se fije en mí y ha desconectado de la sesión como hice yo hace rato. Pero parece estar sonriendo, aunque es difícil saberlo. Sin embargo decido mirarlo. Es decir, ojo por ojo y diente por diente, ¿no? Así que si él quiere mirarme, pues yo le miro también.
Le sostengo la mirada. Pero como no parpadee en unos segundos seguro que terminaré llorando peor que Oscar. Aunque como soy todo un orgulloso le sigo sosteniendo la mirada. Levanto una ceja.
Venga, guapo. ¿Quieres decir algo? Pues suéltalo ya y deja de mirarme de una puñetera vez, le pienso.
Pero nada.
Me sigue mirando.
Uno…
Dos…
Tres…
No puedo más. Desvío la mirada y me sonrojo, porque ahora me ha entrado un escozor en el cuello que no puedo con él. ¡Y con el collarín no puedo ni rascarme! Si para mala suerte, yo.
Me remuevo incómodo en el asiento y la chica del cabello color zanahoria se fija en mí. Hago un gesto con la mano para restarle importancia.
—Octavio, ¿quieres decir algo? —inquiere Hernán.
Mierda.
—Es solo que tengo un poco de escozor en el cuello, es todo —me encojo de hombros.
—Tal vez quieras salir por un poco de aire fresco —sugiere el orientador.
Que sí. Que me apetece salir por un aire fresco y eso significa que me apetece un cigarro. Llevo más de cuatro horas sin fumar y mis pulmones no pueden ya con tanto oxígeno.
Asiento con la cabeza y me pongo de pie. No me cuesta trabajo, si me lo preguntas, porque solo me he dado un golpe en la cabeza gracias a que llevaba el cinturón de seguridad y nada, solo he tenido un esguince cervical. Para eso es el collarín. Sin embargo, me levanto con parsimonia. Quiero tardarme toooodo el tiempo del mundo.
Camino con decisión. Sí, quiero tardarme, pero tampoco quiero que todos sigan mirándome. Pero ¿es que acaso la plática debe pararse solo porque he tenido que salir un rato? ¡Si este club me está poniendo los nervios de punta! Que al rato hablo con mi mamá y le digo que prefiero mil veces hacer servicio comunitario que venir aquí.
Pero sigo sin querer perder mi carro.
Sigo avanzando, estoy a nada de llegar a la puerta. Paso justo enfrente del guaperas y le pido a Dios que ya no me esté mirando. Pero doy un paso en falso y ¡Dios! Se me tuerce el tobillo izquierdo y estoy a nada de caerme.
¡Qué dolor!
Siento que voy cayendo en espiral, pero alguien me sostiene antes de golpearme la cabeza contra el suelo. No quiero ni abrir los ojos, pero de la vergüenza que siento. A ver si las cámaras le dicen a mi madre la humillación que estoy pasando ahora.
Si ya me lo decía ella: no puedo comer chicle y caminar a la vez. Pero venga, que yo ni quería estar en este club. Y todo por culpa del puñetero accidente. ¡Por eso aborrezco los accidentes!
— ¿Estás bien? —pregunta la chica con el cabello color zanahoria. Parece realmente asustada.
Pero antes de poder contestarle, todos abrimos los ojos y la boca y la miramos. Bien podría ser la primera vez que habla. Si ya decía yo que solo necesitaba un motivo. Bueno, al final mi ridículo ha valido para algo…
— ¿Estás bien? —inquiere ahora el guaperas que tiene sus brazos ocupados en… ¡mí!
¡Dios mío! Él es quien evitó que cayera al suelo y me está cargando. ¿Puede ser una persona más miserable que yo?
Asiento con la cabeza, porque no estoy muy seguro de responder sus preguntas y trato de ponerme de pie. El guaperas me ayuda y yo me siento incómodo, pero nada más apoyo el pie izquierdo y siento la punzada y tengo que tragarme el orgullo y dejar que él me ayude.
—Solo me he torcido el pie —digo con toda la pena del mundo.
—Deberías ir a la enfermería —dice Rosy, aunque alcanzo a percibir que le importa una mierda si me amputan el pie o no—. Deberías acompañarlo, Daniel.
El guaperas sonríe.
— ¿Seguro que estás bien? —pregunta el orientador y me fijo en él. A su lado está Oscar, quien más bien parece dispuesto a llorar por el dolor que siento porque, efectivamente, el dolor me está matando, pero es algo que no voy a admitir enfrente de estos raros.
Vuelvo a asentir con la cabeza.
— ¿Te importa si lo acompañas a la enfermería, Daniel? Te lo agradeceríamos mucho —dice Hernán, dirigiéndose ahora al guaperas.
—Para nada —dice Daniel, al parecer aliviado de salvarse del club—. Regreso en un momento.
Salimos de la sala y yo estoy rezando porque la tierra me trague. Me siento la persona más humillada de todo el mundo y ahora todos dirán que encajo con ellos a la perfección. Porque no vas por el mundo y te caes de bruces en brazos de un Dios griego, ¿cierto?
—Espera —dice Daniel.
Se acomoda. Pasa mi mano izquierda por encima de su hombro para ayudarme más, y su mano derecha la pasa por mi cintura. Me entran las cosquillas. Inmediatamente me sonrojo y sé que quien estaría más que feliz sería Sandy, a quien le gusta el guaperas, que ahora sé, se llama Daniel.
—Gracias —contesto.
Al poco rato me lleva a la enfermería donde me atienden inmediatamente. Dice la enfermera que no ha pasado nada, que es solo el dolor momentáneo que irá disminuyendo conforme pase el tiempo, pero que será mejor descansar.
Si era lo que deseaba yo desde un principio: descansar. Pero en lugar de eso, además del escozor en el cuello, ahora cargo con un dolor en el tobillo izquierdo de miedo.
Al salir de la enfermería, Daniel está ahí en una banca, esperando. Me quedo congelado cuando lo veo. Es muy guapo. Me pregunto si será legal ser tan guapo, porque él parece exceder los límites, pero pongo los ojos en blanco cuando reparo que estoy pensando en aquello.
Él me mira y sonríe.
¿Se está burlando? Si será cabrón…
— ¿Estás mejor?
—Sí, Daniel. Muchas gracias por traerme, pero ya puedes regresar. Gracias.
Él se pone de pie y se acerca a mí. Me pone nervioso que se acerque a mí, porque su cuerpo de envidia roza con el mío y siento un brío difícil de explicar…
—Si quieres te llevo a casa —se ofrece amablemente.
Yo estoy nervioso, cabreado y con el maldito dolor en el pie. Así que antes de que Daniel se me acerque, lo miro con cara de pocos amigos y le espeto con fuerza:
—Te dije que estoy bien.

domingo, 19 de julio de 2015

Reglas.



Hay reglas en la sociedad. Dos personas del mismo sexo no pueden estar juntas. Pero en toda regla existen excepciones. Y me parece extraño que él sea la mía.
Pero más imposible aún, yo soy la suya.