Estúpido accidente. Sólo
me has traído problemas. Con lo que aborrezco los problemas. Si siempre he
querido pasar desapercibido en el mundo y sí, aunque mi padre lo complique un
poco, al menos en la escuela lo había logrado. Pero no, tengo que ser tan torpe
que he tenido que chocar. Si ya me lo decía mi madre:
—Octavio,
por favor, no intentes caminar y masticar chicle al mismo tiempo.
Vale,
que cuando lo ha dicho lo dijo de broma, pero seguro que entre broma y broma la
verdad se asoma. Y sí, se ha salido, y resulta que no puedo manejar y contestar
el iPhone al mismo tiempo. Y me he ido a estampar con un poste y me han tenido
que llevar al hospital y hacerme toda una revisión. Si solo me he pegado en la
cabeza y ya está. Pero eso fue lo que les preocupó: que me pegara en la cabeza.
Tuvo que venir el doctor a decirles que nada, que todo bien para que se
tranquilizaran un poco porque andaban vueltas locas mi madre y mi hermana.
En
fin, como sea ya estoy en la escuela. Y gracias al estúpido incidente, he
tenido que tomar unas clases en el estúpido club
de los raros. Que mi madre me lo ha impuesto, porque por otro lado yo no lo
habría elegido ni muerto. Sí, puede ser que la mejor definición para mí sea raro; pero de eso, a formar parte de un
club, jamás. Y mamá ha dicho:
—O
vas a ese club y hablas con el orientador, o te quito el carro. Estoy cansada
de que te portes como un niño desde los quince, Octavio. Ya va siendo tiempo de
que madures, cariño. Así que tú decides.
Ni
tú decides, ni leches. Porque como no he querido que me quiten el carro porque
me hace cool y además después de la
reparación ha quedado chulo, aquí estoy, en el club de los raros.
Estoy
que saco humo por la cabeza. No me puedo creer que estoy aquí. El cuello me da
comezón y el estorboso collarín que llevo, no me deja rascar a gusto. Ni modo,
me tengo que aguantar. Porque seguro que mi madre se ha instalado cámaras para
asegurarse de que vine, y si me pilla moviendo la cabeza de un lado a otro me
regresa al doctor. Y al doctor no regreso ni muerto. Que lo sepa.
Mejor
saco el iPhone, que gracias a Dios no le ha pasado nada, y me reviso Instagram
primero. Le pico al me gusta en un
par de fotos y cuando menos me doy cuenta ya han entrado los demás. Nada más
basta verlos para saber que mi vida tiene que terminar aquí.
No
me lo creo.
Pero
es que de verdad, no me lo creo. Que ya sabía que los chicos de la universidad
le han puesto el club de los raros a
este grupo de ayuda, pero que sí son raros. Todos han entrado y no se han
saludado ni entre ellos, e imagino que llevarán conociéndose más de tres meses
y así no abren la boca para nada.
Qué
raro.
Aunque,
si hay que sacar algo bueno de todo esto, es que no somos muchos. Veo a los que
están: hay una chica con el pelo de color de zanahoria que llevo conociéndola
desde primaria y es muda porque quiere serlo, aunque siempre va con un libro en
la mano; está Rosy, la putilla —apodo que, por cierto, no le he puesto yo, sino
la Facultad, que porque ya está más repasada que el himno nacional—, ella
tampoco me habla, pero nada más me ve, me sonríe y me guiña el ojo. Si será
putilla…
También
está otra chica que he visto un par de veces entre las porristas, y Oscar, el
llorón. Ese chico llora por todo. Pero de verdad, cuando digo que es por todo,
es que es por todo. Un maestro no le puede decir que ha hecho la tarea mal,
porque llora; para puntos finos: no le puedes decir que no llore, porque llora.
Supongo que él sí tiene problemas, aunque me pregunto qué harán los demás aquí.
Y
hay uno más. Es uno guaperas. No le conozco de nada, pero Sandy y yo lo hemos
visto en algunas ocasiones por el campus. Tiene un cuerpazo de envidia y su
cara no deja nada que desear. Si es que las chicas babean por él, pero eso no
parece importarle. Vamos, que de alguna forma sí le gusta tener la atención
encima, pero de eso a que se porte como todo un Don Juan hay mucha distancia. O
al menos eso hemos querido creer Sandy y yo.
El
guaperas no se fija en nadie, pero Rosy parece muy emocionada con él. Tanto que
al final decide acercarse y saludarlo con un beso en la mejilla. Después de
eso, el guaperas sonríe y se ponen a platicar.
Vaya
par de idiotas.
Vuelvo
a mi móvil, solo que ahora mejor pierdo tiempo en Facebook donde reviso algunas
noticas de mis amigos y familiares. Veo una foto de Mia con bolsas de compras y
pongo los ojos en blanco. ¡Para mi hermana todo se reduce a las compras! Sin
embargo tengo que admitir que se ve muy guapa y le doy al me gusta.
Apenas
me da tiempo de eso y entra el Orientador. No me sé su nombre, a pesar de
conocerle desde que entré a la Facultad, lo que tiene más o menos nueve meses,
pero no me siento mal por eso. Nada más me ve, abre los ojos como platos, y
extiende los brazos.
—Miren
nada más a quién tenemos aquí —dice al acercarse a mí, como si se tratara de
una celebridad y lo único que puedo hacer el sonreír y maldecirlo por dentro—.
Octavio Liceaga. ¿Cómo sigues?
—Ya
mejor, gracias —respondo con tono tímido y llevo la vista a mis pies—. Y
gracias también por la presentación.
—No
tenía idea de que te veríamos aquí —me interrumpe—. Aunque siempre es bueno
tener más integrantes.
Levanto
una ceja. Sí, tener más integrantes en el
club de los raros te hace más especial, pienso con sarcasmo.
—Chicos
—dice el Orientador al dirigirse a los demás—. Por favor quiero que integren a
Octavio con ustedes lo más rápido posible, porque estamos a tres meses de
concluir el curso y quiero que todos seamos buenos amigos.
Intento
no reírme, aunque me parece bastante cómico que pida algo semejante cuando se
nota a leguas que su club podrá ser todo, menos unido. Que hasta Rosy resopla.
—Claro
que somos muy unidos, profe —dice no sin cierto sarcasmo.
El
maestro no le hace caso y se acomoda en el que será su lugar habitual.
—
¿Podrían, por favor, ponerse en un círculo para realizar la sesión de hoy?
Estoy seguro de que les encantará —anuncia con tanto entusiasmo que por un
momento me entran ganas de participar.
Todos
obedecen en silencio. Es más bien como ver a cinco perritos entrenados que
obedecen a su entrenador y yo soy un cachorro nuevo que hace lo que los demás
hacen.
Pero
nadie queda demasiado cerca. Hay entre cada uno de nosotros, por lo menos, dos
butacas de distancia y cada quien sigue en lo suyo sin prestar atención al
Orientador —quien, a pesar de eso, no parece disgustado—. Rosy, la putilla, se
ha acomodado lo más cerca que pudo del guaperas, pero cuidando no quedar a un
lado del profesor ni de nadie más.
Está
embelesada con él, y él parece ignorarla por completo, aunque le guiña el ojo.
Vuelvo
a poner los ojos en blanco y en cuanto el Orientado empieza a decir de qué
trata la sesión yo desconecto por completo. Me olvido de que estoy ahí y trato
de relajarme dentro de lo que el collarín me lo permite…
—Y
tú, Octavio ¿qué opinas? —me pregunta el Orientador cuando han pasado por lo
menos dos años.
Me
quedo congelado. No sé de qué han estado hablando y ahora parece que todos han
centrado su atención en mí.
Dios,
por favor, sácame de aquí y regrésame a mi casa.
—
¿De qué? —pregunto inocente.
—Del
trabajo —me dice tan campante—. ¿No tendrías ningún problema en realizarlo?
—Para
nada —respondo automáticamente y Rosy suelta una risita tonta.
El
Orientador se fija en Oscar y gracias al cielo centran su atención en él.
Aunque la chica con el cabello de zanahoria me mira, sonríe y tímidamente me
pasa un papelito por debajo de la mesa.
No sabes de qué estábamos hablando,
¿verdad?
Sonrío.
Levanto la cara para verle a los ojos y niego con la cabeza. Ella, sin hablar,
me pide que le regrese el papel. Dados unos segundos, me lo envía de vuelta.
Después te explico. Pero no es nada
importante. Con Hernán, el orientador, nunca nada es importante ja, ja, ja, ja.
Vuelvo
a sonreír cuando termino de leer el papelito. Miro a la chica con el pelo color
zanahoria y le guiño el ojo. Después de todo no es tan callada como pensábamos.
Quizá solo su forma de comunicarse es un poco diferente.
Levanto
la vista de vuelta a la sesión. Reparo en que el guaperas me está observando.
Tiene un gesto divertido. Aunque yo me siento nervioso sin razón aparente y me
pregunto si llevará rato mirándome así o ha empezado a hacerlo hace poco.
Como
sea, desvío la mirada y me fijo en Oscar, quien parece estar muy dispuesto a
echarse a llorar. Me pregunto qué tipo de problemas tendrá. Y digo tipo porque es obvio que todos
experimentamos algún tipo de problemas o de otra manera no estaríamos aquí. Pero
él siempre parece estar al borde de las lágrimas y me entra curiosidad por
saber a qué se debe eso.
En
fin, no es mi problema, ¿cierto?
En
la porrista me detengo solo un poco, porque se está revisando las uñas con
tanta paciencia que da flojera. Y Rosy… mejor no reparar en Rosy.
Vuelvo
a fijarme en el guaperas.
Es
como si él no desviara su mirada de mí ni por un segundo. Luce como congelado.
Y congelado en mí. Pero qué cosa más
rara. Quizá sea porque tengo algo en la cara y no me quiere decir nada para no
sonar grosero, pero la chica del cabello de zanahoria me lo habría dicho en el
papelito. Aun así me llevo la mano derecha a la cara y me rasco la nariz y me
tallo un poco la frente pero todo parece estar en su lugar.
Quizá
se fije en mi cabello desarreglado. O quizá ni siquiera se fije en mí y ha
desconectado de la sesión como hice yo hace rato. Pero parece estar sonriendo,
aunque es difícil saberlo. Sin embargo decido mirarlo. Es decir, ojo por ojo y
diente por diente, ¿no? Así que si él quiere mirarme, pues yo le miro también.
Le
sostengo la mirada. Pero como no parpadee en unos segundos seguro que terminaré
llorando peor que Oscar. Aunque como soy todo un orgulloso le sigo sosteniendo
la mirada. Levanto una ceja.
Venga, guapo. ¿Quieres decir algo?
Pues suéltalo ya y deja de mirarme de una puñetera vez,
le pienso.
Pero
nada.
Me
sigue mirando.
Uno…
Dos…
Tres…
No
puedo más. Desvío la mirada y me sonrojo, porque ahora me ha entrado un escozor
en el cuello que no puedo con él. ¡Y con el collarín no puedo ni rascarme! Si
para mala suerte, yo.
Me
remuevo incómodo en el asiento y la chica del cabello color zanahoria se fija
en mí. Hago un gesto con la mano para restarle importancia.
—Octavio,
¿quieres decir algo? —inquiere Hernán.
Mierda.
—Es
solo que tengo un poco de escozor en el cuello, es todo —me encojo de hombros.
—Tal
vez quieras salir por un poco de aire fresco —sugiere el orientador.
Que
sí. Que me apetece salir por un aire fresco y eso significa que me apetece un
cigarro. Llevo más de cuatro horas sin fumar y mis pulmones no pueden ya con
tanto oxígeno.
Asiento
con la cabeza y me pongo de pie. No me cuesta trabajo, si me lo preguntas,
porque solo me he dado un golpe en la cabeza gracias a que llevaba el cinturón
de seguridad y nada, solo he tenido un esguince cervical. Para eso es el
collarín. Sin embargo, me levanto con parsimonia. Quiero tardarme toooodo el
tiempo del mundo.
Camino
con decisión. Sí, quiero tardarme, pero tampoco quiero que todos sigan
mirándome. Pero ¿es que acaso la plática debe pararse solo porque he tenido que
salir un rato? ¡Si este club me está poniendo los nervios de punta! Que al rato
hablo con mi mamá y le digo que prefiero mil veces hacer servicio comunitario
que venir aquí.
Pero
sigo sin querer perder mi carro.
Sigo
avanzando, estoy a nada de llegar a la puerta. Paso justo enfrente del guaperas
y le pido a Dios que ya no me esté mirando. Pero doy un paso en falso y ¡Dios!
Se me tuerce el tobillo izquierdo y estoy a nada de caerme.
¡Qué
dolor!
Siento
que voy cayendo en espiral, pero alguien me sostiene antes de golpearme la
cabeza contra el suelo. No quiero ni abrir los ojos, pero de la vergüenza que
siento. A ver si las cámaras le dicen a mi madre la humillación que estoy
pasando ahora.
Si
ya me lo decía ella: no puedo comer chicle y caminar a la vez. Pero venga, que
yo ni quería estar en este club. Y todo por culpa del puñetero accidente. ¡Por
eso aborrezco los accidentes!
—
¿Estás bien? —pregunta la chica con el cabello color zanahoria. Parece
realmente asustada.
Pero
antes de poder contestarle, todos abrimos los ojos y la boca y la miramos. Bien
podría ser la primera vez que habla. Si ya decía yo que solo necesitaba un motivo.
Bueno, al final mi ridículo ha valido para algo…
—
¿Estás bien? —inquiere ahora el guaperas que tiene sus brazos ocupados en… ¡mí!
¡Dios
mío! Él es quien evitó que cayera al suelo y me está cargando. ¿Puede ser una
persona más miserable que yo?
Asiento
con la cabeza, porque no estoy muy seguro de responder sus preguntas y trato de
ponerme de pie. El guaperas me ayuda y yo me siento incómodo, pero nada más
apoyo el pie izquierdo y siento la punzada y tengo que tragarme el orgullo y
dejar que él me ayude.
—Solo
me he torcido el pie —digo con toda la pena del mundo.
—Deberías
ir a la enfermería —dice Rosy, aunque alcanzo a percibir que le importa una
mierda si me amputan el pie o no—. Deberías acompañarlo, Daniel.
El
guaperas sonríe.
—
¿Seguro que estás bien? —pregunta el orientador y me fijo en él. A su lado está
Oscar, quien más bien parece dispuesto a llorar por el dolor que siento porque,
efectivamente, el dolor me está matando, pero es algo que no voy a admitir
enfrente de estos raros.
Vuelvo
a asentir con la cabeza.
—
¿Te importa si lo acompañas a la enfermería, Daniel? Te lo agradeceríamos mucho
—dice Hernán, dirigiéndose ahora al guaperas.
—Para
nada —dice Daniel, al parecer aliviado de salvarse del club—. Regreso en un
momento.
Salimos
de la sala y yo estoy rezando porque la tierra me trague. Me siento la persona
más humillada de todo el mundo y ahora todos dirán que encajo con ellos a la
perfección. Porque no vas por el mundo y te caes de bruces en brazos de un Dios
griego, ¿cierto?
—Espera
—dice Daniel.
Se
acomoda. Pasa mi mano izquierda por encima de su hombro para ayudarme más, y su
mano derecha la pasa por mi cintura. Me entran las cosquillas. Inmediatamente
me sonrojo y sé que quien estaría más que feliz sería Sandy, a quien le gusta
el guaperas, que ahora sé, se llama Daniel.
—Gracias
—contesto.
Al
poco rato me lleva a la enfermería donde me atienden inmediatamente. Dice la
enfermera que no ha pasado nada, que es solo el dolor momentáneo que irá
disminuyendo conforme pase el tiempo, pero que será mejor descansar.
Si
era lo que deseaba yo desde un principio: descansar. Pero en lugar de eso,
además del escozor en el cuello, ahora cargo con un dolor en el tobillo izquierdo
de miedo.
Al
salir de la enfermería, Daniel está ahí en una banca, esperando. Me quedo
congelado cuando lo veo. Es muy guapo. Me pregunto si será legal ser tan guapo,
porque él parece exceder los límites, pero pongo los ojos en blanco cuando
reparo que estoy pensando en aquello.
Él
me mira y sonríe.
¿Se
está burlando? Si será cabrón…
—
¿Estás mejor?
—Sí,
Daniel. Muchas gracias por traerme, pero ya puedes regresar. Gracias.
Él
se pone de pie y se acerca a mí. Me pone nervioso que se acerque a mí, porque
su cuerpo de envidia roza con el mío y siento un brío difícil de explicar…
—Si
quieres te llevo a casa —se ofrece amablemente.
Yo
estoy nervioso, cabreado y con el maldito dolor en el pie. Así que antes de que
Daniel se me acerque, lo miro con cara de pocos amigos y le espeto con fuerza:
—Te
dije que estoy bien.